En la evolución del rock hubo un tiempo en que se transitó desde payasadas simiescas, como golpear las teclas del piano con los pies (Little Richard), hacerse pato (Chuck Berry) y menear la pelvis (Elvis Presley), hacia una estética de la furia y, por extensión, de la violencia. Furia y violencia. La primera es una emoción; la segunda, un acto. Hoy me interesa hablar de la emoción. Ya habrá oportunidad después de hablar del acto y de la correlación entre ambos. Aunque es más correcto decir que hablaré de un conjunto de emociones —ira, furia, enojo, irritación, indignación, rabia y quizá otras— cuya característica común es que las experimentamos ante situaciones que de una u otra forma encontramos ofensivas. Aquí voy a englobar esa clase de emociones con el término ‘furia’. Con él me voy a estar refiriendo no precisamente a la furia sino a la familia de emociones que la incluye.
Estamos condicionados a pensar que la furia denota y connota irracionalidad, explosividad, violencia y negatividad. Esa es la idea que yo quiero rebatir punto por punto. El mismo Aristóteles consideraba que la furia no es siempre una equivocación. Es más, a veces es la reacción más madura y adecuada a una situación. Cuando las cosas son así, eres un cobarde o un estúpido si no actúas con furia. Obviamente, siempre y cuando se tenga esa emoción a tiempo, en la medida justa y contra el blanco correcto.
Sobre la explosividad, la percepción de que la furia es como la acumulación de gas a presión que tiende a agotarse en una explosión violenta ya había sido rebatida por Freud desde hace mucho. Él demostró que las emociones no siempre son efímeras. Hay emociones que duran décadas, incluida la furia. Una persona amargada quizá lo esté porque toda su vida ha estado enojada con su padre o su madre sin querer nunca afrontarlo. Tal persona puede pasarse décadas enojada sin tener jamás algún estallido violento.
Queda por rebatir el punto que considero más importante: el de la irracionalidad de la furia. Según el gran existencialista Jean-Paul Sartre, las emociones —todas, no sólo la furia— son estrategias de participación en el mundo. Es decir, no son sólo algo que nos sucede, algo que experimentamos pasivamente, sino modos de participar, de establecer vínculos y compromisos con la realidad. Así, la furia es algo que tiene propósitos, que sirve para modificar el mundo y modificarnos a nosotros mismos. Tomemos, por ejemplo, la indignación. Es mucho más que un matiz del enojo. En sí misma es una emoción independiente que se experimenta ante algo que ofende nuestros valores. Sentir indignación implica un alto grado de complejidad cognitiva (intelectual): es necesario tener una concepción del bien y el mal, comprensión de códigos de conducta, etc. ¿Dónde está lo irracional? Bueno, aunque a veces se puede ser intelectualmente irracional, ese no es el sentido de la pregunta, sino ¿dónde está lo animalesco, primitivo, incivilizado, etc.?
Ahora bien, si la furia es mejor de lo que parece ¿por qué tiene tan mala fama? Porque nos encanta. Nuestra emoción favorita es el amor —con todo y sus variantes eróticas. La que le sigue es la furia. La furia nos eleva por encima de nuestras frustraciones. La furia nos nivela con el otro. Con la furia pasamos de acusados a jueces.
Reprimir algo que deseamos es uno de los medios más efectivos de control, alienación (manipulación) y poder. Por eso es que el sistema reprime nuestra furia. El mayor mérito del rock es volver a ponernos en contacto con esa emoción. El rock a veces hace un circo de la furia, pero, como en todo arte, tiene que haber genios y mediocres para que el disfrute de las obras de los primeros sea todavía más placentero.
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